Físico e Ingeniero Aeroespacial en NASA • Johnson Space Center
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Apolo 13, el riesgo en una misión lunar


Toda empresa de exploración conlleva un riesgo, que es entendido y aceptado por aquellos que participan en ella, y volar al espacio es una de las que más riesgo entraña. Así lo entendieron también los tripulantes del Apolo 13, una misión cuyo 45 aniversario se celebró el pasado abril.

«Si morimos, queremos que la gente lo acepte. Este es un trabajo peligroso, y si algo nos sucediera, esperamos que eso no retrase el programa. La conquista del espacio merece arriesgar la vida». Con estas palabras, Guss Grissom, comandante del Apolo 1, contestaba a una pregunta de Associated Press acerca de los riesgos que se asumían en la carrera espacial, apenas un mes antes de que un incendio dentro de su cápsula se llevara su vida y la de su tripulación, Edward White y Roger Chafee, durante una prueba en tierra el 27 de enero de 1967.

El programa espacial americano se cobraba de esta manera sus primeras tres víctimas en su intento de llegar a la Luna. Otros antes que ellos habían dado sus vidas durante pruebas y entrenamientos tanto en la Unión Soviética como en Estados Unidos, pero la tripulación del Apolo 1 fue la primera que se perdió dentro de una nave espacial, si bien, en tierra firme. Ningún programa se había cobrado aún la vida de ningún astronauta en vuelo, pero esto último fue precisamente lo que acabaría sucediendo apenas dos meses después en el lado soviético, cuando Vladimir Komarov murió al regreso de su vuelo espacial a causa del impacto contra el suelo de la nave Soyuz que tripulaba, cuyo sistema de paracaídas no llegó a desplegarse con éxito.

La lista de accidentes fatales en la corta historia de la exploración espacial estuvo a punto de aumentar tres años más tarde, cuando uno de los tanques de oxígeno del módulo de servicio del Apolo 13 explotó estando la nave a unos 320.000 km de la Tierra. A partir de ese momento, la tripulación, compuesta por Jim Lovell, Jack Swigert y Fred Haise, vivió durante casi 4 días uno de los dramas humanos de supervivencia más memorables en la historia de las exploraciones y los descubrimientos.

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Astronautas y controladores de vuelo observan los monitores del Control de la Misión el día que estalla la crisis. Fuente: NASA.

Toda empresa de exploración conlleva un riesgo, que es entendido y aceptado por aquellos que participan en ella y, ciertamente, volar al espacio es una de las que más riesgo entraña. Así lo entendieron también los tripulantes del Apolo 13, una misión cuyo 45 aniversario se ha celebrado el pasado abril y que fue calificada como «el fracaso más exitoso» en palabras del celebrado y mítico Director de Vuelo de la NASA, Gene Kranz.

En el Apolo 13, el delicado y nunca obvio balance entre el coste y el beneficio, entre el riesgo y el éxito, presente en toda actividad humana, pero tan difícil de ajustar en ambiciosas empresas de exploración, acabó decantándose a favor de los astronautas. Los fallos humanos directos e indirectos en los que la crisis tuvo su causa original, fueron compensados por la profesionalidad de todos los responsables involucrados en la resolución de la misma y por las buenas prácticas de ingeniería y de operaciones que habían sido planificadas. Sin embargo, este favorable desenlace no se puede atribuir enteramente a estos factores; además, como en toda empresa humana, existe una cierta dosis de fortuna, un aspecto que también jugó, a pesar de todo, un papel determinante en el Apolo 13.

El origen de la explosión en el Apolo 13 se pudo trazar a un momento que tuvo lugar varios años antes de esta misión, cuando a la empresa contratista que diseñaba y construía el módulo de mando y servicio bajo el liderazgo de la NASA, se le requirió que los sistemas eléctricos de la nave fueran compatibles con los 65 voltios de corriente continua disponibles en las instalaciones del Centro Espacial Kennedy en Florida, con objeto de simplificar los procesos de pruebas, a pesar de que la nave estaba diseñada para operar con 28 voltios. El requisito fue satisfecho, pero de las miles de variables y elementos involucrados en esta adaptación, hubo uno que fue pasado por alto: los contactos del termostato con el calentador de los tanques de oxígeno.

Uno de estos tanques, que a la postre fue instalado como tanque de oxígeno número 2 en el Apolo 13, había sufrido, además, una caída accidental durante su manipulación por parte de un operario el año anterior al lanzamiento. La caída se produjo desde una altura de apenas 5 centímetros, pero esto fue suficiente para dañar uno de sus componentes internos en su sistema de llenado. Este accidente dio lugar a una cadena de sucesos que llevaron en última instancia a que durante el vaciado de este tanque, después de una prueba anterior al vuelo, se produjera un profundo deterioro del aislante en los cables conectados al sistema encargado de remover el oxígeno en su interior; un deterioro producido a causa del intensivo uso al que tuvo que someterse el termostato utilizando un voltaje para el que no estaba adaptado. Cuando, posteriormente, el fatídico tanque número 2 fue llenado con oxígeno líquido para el vuelo, realmente se había convertido de forma inadvertida en una bomba lista para explotar.

Directa o indirectamente, el error humano, tal y como expresó Jim Lovell, comandante del Apolo 13, «es un virus que puede estar inmerso en el mejor definido de los planes». Todos los tanques de oxígeno de las misiones Apolo 7 al 12 tuvieron esta anomalía pero ninguno experimentó en tierra unas condiciones que pudieran dañar sus componentes internos. La acción infortunada por parte de un operario fue lo que se necesitó para que un error en la aplicación de una norma, que hasta entonces había permanecido enmascarado, se revelara como catastrófico.

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Módulo de servicio del Apolo 13. La imagen muestra los daños producidos por la explosión. Fuente: NASA.

Los vuelos lunares constituyeron un reto gigante de ingeniería. Muchas tecnologías y conceptos de operación hubieron de ser inventados y desarrollados. Se tuvieron que integrar numerosos sistemas de diversa naturaleza que tenían que operar en condiciones físicas extremas. El software de vuelo, las comunicaciones, los sistemas térmicos, de sustento vital, pirotécnicos, de control, etc., de todas las naves y elementos implicados debían funcionar a la perfección o casi a la perfección.

En el mundo de la ingeniería en general, y en la del diseño de vuelos espaciales en particular, hay varias prácticas que permiten disminuir el riesgo en los diseños. Se emplea redundancia en sistemas que son considerados críticos para la supervivencia de la tripulación o para el éxito de la misión; se diseñan elementos para que operen en circunstancias más extremas que las esperadas; dentro de la complejidad inherente a los sistemas espaciales, se recurre a la mayor simplificación posible de ciertos elementos para disminuir la posibilidad de fallo, a pesar de que esto pueda significar un mayor coste en términos de eficiencia en otros aspectos; se establecen protocolos de actuación para casos de emergencia y se diseñan las misiones para que sea posible abortar en diferentes situaciones críticas; se procede al entrenamiento intensivo del personal involucrado en la misión (no solo de la tripulación), etc. Sin embargo, si bien la probabilidad de éxito se da en una relación inversa al riesgo, hay un punto a partir del cual, seguir introduciendo medidas de precaución para evitarlo puede no merecer la pena de cara a alcanzar los objetivos deseados y, de hecho, puede llegar a ser contraproducente.

Jim Lovell también lo entendía así. Ciertamente, el riesgo se reduce drásticamente con la introducción de buenas prácticas de diseño que contemplen diversas medidas de seguridad. Si no fuera así, el riesgo sería muy alto o demasiado alto como para afrontar una misión con garantías de supervivencia y de éxito. Sin embargo, se puede argumentar, apunta también Lovell, que a partir de un punto, mayores inversiones en medidas de seguridad apenas conseguirían reducir el riesgo de forma significativa. De hecho, Lovell piensa que el añadido de más redundancia, de más equipos para gestionar más posibles fallos, la introducción de más entrenamientos para que la tripulación aprenda más procedimientos de actuación, etc. sólo podría resultar en que el riesgo volviera, de hecho, a crecer.

Jim Lovell pensaba -y creo que puedo afirmar que así lo hacían todos aquellos que participaron en los vuelos lunares-  que en el programa Apolo se hizo un buen trabajo en el ajuste del delicado balance entre los riesgos y los esfuerzos invertidos en su reducción. Esta no es una percepción arbitraria, sino que está basada cuantitativamente en los resultados de los vuelos y en el satisfactorio historial de resolución de las crisis que, de mayor o menor relevancia, se dieron en numerosas ocasiones a lo largo del programa Apolo. Sin embargo, en el análisis del riesgo, hay un factor que no puede ser contabilizado ni anticipado de ninguna manera posible; Jim Lovell lo llamó «destino, suerte, o algo así».

En un procedimiento normal de operaciones en los vuelos lunares, llamadocryo-stir, el sistema que remueve el oxígeno líquido de los tanques debía ser activado por la tripulación con cierta frecuencia para evitar que se estratificara. La tripulación del Apolo 13, de hecho, ya había activado este sistema en dos ocasiones durante el vuelo antes de que explotara el fatídico tanque número 2, que lo acabó haciendo finalmente cuando el cryo-stir fue activado por tercera vez, momento en el que los cables de este sistema, desprotegidos de su aislante, provocaron el cortocircuito que dio lugar a la explosión. Y es aquí donde se esconde esa dosis de fortuna referida por Lovell, ya que de haber explotado el tanque en la primera ocasión, la nave no habría dispuesto de suficiente energía eléctrica para todo el vuelo hasta su regreso a la Tierra; y de haberlo hecho más tarde, una vez en órbita alrededor de la Luna o cuando el módulo lunar se encontrara en la superficie, no habrían tenido suficiente combustible para poder regresar. Los análisis posteriores a la misión demostraron que si debía haber una explosión como la que se dio en el Apolo 13 antes de poner rumbo a la Tierra, lo ideal era que ésta se diera a unos 320.000 km de distancia; prácticamente, como sucedió.

El riesgo es inherente a todas las facetas de la vida, pero se torna en un parámetro crítico que debe ser gestionado cuidadosamente en las ambiciosas y, a priori, arriesgadas actividades de exploración. El anhelo por lo remoto que es tormento de exploradores y su ímpetu por navegar mares prohibidos -parafraseando a Herman Melville- tiene que verse siempre, para gozar de alguna garantía de éxito, necesariamente atemperado por la fría lógica del más cuerdo de los planes. Sin embargo, el riesgo cero no existe, y no existe tampoco garantía de éxito sin asumir ningún riesgo; así lo apunta también Lovell en un mensaje que podría estar dirigido a aquellos que serán un día enviados a otros mundos, y acaso también a aquellos que serán testigos de futuras hazañas y dramas de exploración: «debemos aceptar un cierto riesgo y ser conscientes de que los imprevistos siempre estarán ahí… debemos tener presente que en algún momento en el futuro volveremos a oír estas palabras ‘Houston, tenemos un problema [sic]’… la aversión total al riesgo significa no despegar».

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Los responsables en el Control de la Misión observan las imágenes de la tripulación del Apolo 13 a bordo del USS Iwo Jima (17 de abril de 1970). Fuente: NASA.

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